8 mar 2011

Mujeres entre escombros

Este 8 de marzo tiene un sabor diferente y amargo. Miles de mujeres que sostienen a sus hogares dormirán con sus familias a la intemperie y quizás sin comer. El terremoto nos ha mostrado al país en su peor espejo.
Como decía Carlos Franz en una columna del diario español El País, cada generación de chilenos ha sido bautizada en un terremoto y forma parte de nuestras calamidades familiares. Lo bueno es que mañana esas mujeres se levantarán y seguirán trabajando y reconstruyendo este país. La conmemoración del Día Internacional de la Mujer nos recuerda que aún queda mucho que hacer para que -tanto en la desgracia como en la normalidad de la vida cotidiana- podamos disfrutar de la igualdad de derechos y dignidades que nos corresponden independientemente de nuestro género. El 8 de marzo recuerda a todas las mujeres que han luchado por los derechos que hoy nos parecen tan naturales, mujeres que dedicaron su vida, su muerte, a veces sólo un grano de arena a la dignidad de la mitad de la humanidad. Muchas veces en la comodidad convencional mucha gente cree que la igualdad está lograda, ya que las mujeres van a la Universidad libremente, así como al trabajo, o son emprendedoras y que por ende esta conmemoración es un anacronismo algo izquierdizante que debiéramos dejar atrás, al igual que el 1º de Mayo.
Sin embargo, me parece que justamente esa comodidad convencional es el resultado de las luchas que otras y otros ya dieron en su momento y que nos permiten la seguridad de considerar nuestros derechos como algo natural. Pero no hace muchas décadas las mujeres tenían vedado el acceso a la educación, al trabajo, a sus propiedades, así como ahora en nuestro país se les niega el poder de decisión sobre su vida reproductiva, justamente por parte de aquellos que hacen de la individualidad su bandera. Quizás en algunas décadas más a mi pequeña hija le parezca que esta  historia es ridícula, como también les parece absurda una historia que siempre les cuento a mis alumnos para mostrar como cambian las cosas. En 1989 entré a estudiar filosofía –vivíamos los últimos meses de la dictadura, al menos formalmente- y recuerdo que durante la primera semana de clases  el aire se podía cortar con cuchillo. Un profesor de latín de cuyo nombre no quiero acordarme (perdón Cervantes), que además era Secretario Académico designado por un Rector designado que a su vez…etc., etc., entró en nuestra sala dispuesto a dictar clases con aire de amenazante majestuosidad. En la primera fila había una muchacha que llevaba una muy normal falda. El innombrable se quedó pegado en sus piernas…y luego de un momento espetó “Yo no sé a qué vienen las mujeres a la universidad, si marido puede conseguirse en cualquier parte…”, el curso se quedó petrificado. Los que tenían más experiencia política –en esos días todos teníamos alguna- se pararon, tomaron sus cosas y abandonaron la sala en silencio, los demás los seguimos y el impresentable se quedó abandonado ahorcando de ira su gastado manual de latín.
Tal escena resulta hoy absurda, pero en esos tiempos no era tan anormal. La historia tozudamente muestra que los derechos que no se defienden se pierden, no son algo natural como para confiar que estarán allí mañana cuando despertemos. Por eso resulta importante que la conmemoración de los derechos sea un espacio de reflexión y agradecimiento entre las generaciones. Entre las que lucharon y entre las que los recibieron los frutos y que éstas últimas se planteen cual será su aporte, este es un modo de tejer el vínculo social. Así, mi hija en el futuro bien podría preguntarme qué hemos hecho por mejorar esta sociedad en la medida de nuestras posibilidades. Dicho de un modo más general, qué estamos haciendo como sociedad, especialmente las mujeres, para ampliar las conquistas sociales que ahora damos por sentadas. Sería triste que la respuesta fuera…nada.
Nótese que hablo de igualdad y derechos. No estoy suponiendo que las mujeres “naturalmente” sean más empáticas o tengan una relación más sana con el poder. Nada de eso. Lejos me encuentro de lo que Bertrand Russell llamaba la falacia de “la superior virtud del oprimido” que consiste en suponerle al explotado un conjunto de buenas características justamente por esa condición. No resulta difícil encontrar mujeres a nuestro alrededor que tienen con el poder una relación tan dura como cualquier hombre y pueden matarte tres veces antes de llegar al suelo. Me refiero a la deuda de memoria y agradecimiento que tenemos con las mujeres que han construido este país, a las historias olvidadas de las mujeres pobladoras de la década de los ochenta por ejemplo, a las mujeres que soñaron con una vida mejor y que no la consiguieron para ellas, sino para sus hijas y nietas y por cierto también para nosotros. Por eso no puedo dejar de tener la esperanza de que las mujeres que hoy viven entre las ruinas de sus casas puedan darles, con esfuerzo, una vida mejor a sus hijos.

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