Nos
estamos acostumbrando con demasiada rapidez a las imágenes de la
violencia que circulan por los medios de comunicación a propósito de las
marchas y tomas. En la última semana aparte de la desmesurada ocupación
de la Casa Central de la Universidad de Chile vimos como Pedro
Aguilera, presidente del centro de alumnos del Liceo Barros Borgoño, era
arrastrado y golpeado estando inconsciente por un grupo de Carabineros
de Fuerzas Especiales. Ambas escenas se unen a muchas otras que se están
integrando a un estado de violencia normalizada que incluye el
asesinato. Si esto ya de por si no fuera alarmante resulta que son las
propias autoridades las que justifican este tipo de acciones
desmesuradas. En efecto, la cuarta ministra de educación -Carolina
Schmidt- declaró hace pocos días que a su parecer lo único que quedaba
era reprimir las manifestaciones, lo cual demuestra su incapacidad
política para convocar al dialogo y al mismo tiempo demuestra su
ignorancia respecto de lo que es un estado democrático, ya que las
manifestaciones no debieran reprimirse por defecto, sino que lo que cabe
reprimir –de modo ajustado a la ley- son ciertos actos delictivos que
se producen a propósito de las marchas.
Su posición es tan absurda como
intentar reprimir las fiestas de cumpleaños porque, eventualmente,
algunos participantes se emborrachan y generan accidentes de tráfico. El
ejemplo pueril que acabo de dar es necesario porque a ese nivel ha
llegado la reflexión política de quienes nos gobiernan.
Las autoridades desgraciadamente están usando los actos de violencia como modo de justificar el inmenso descredito de la política gubernamental respecto de la educación, de modo que lo importante quede opacado por lo accidental. Pero el problema es que la violencia no es algo con lo cual se pueda jugar de modo impune, ya que la violencia tiene su propia lógica y dinámica que excede incluso a quienes participan de ella.
Lo
que menos se discute es por qué existe este clima de violencia que como
indicaba al comienzo se está volviendo normal. Mario Ruiz ganó el
premio a la Mejor Foto del Año 2012, otorgado por la Unión de Reporteros
Gráficos y Camarógrafos de Chile. En ella se ve una pareja de
secundarios encapuchados, que caminan de la mano como cualquier pareja
al tiempo que llevan grandes piedras. La imagen tiene una gran potencia
expresiva, en la que al mismo tiempo se conjugan la ternura adolescente
de descubrimiento del mundo y la violencia contenida que está a punto de
estallar. La foto logra capturar un conjunto de elementos
contradictorios; el amor y la agresión contenida, una situación
desbordada en la que la pareja está inmersa y que no se ve en la foto
pero que fácilmente se puede adivinar. Como toda gran fotografía tiene
otros elementos que nos pueden servir para comprender la dinámica de la
violencia, ya que por una parte vemos la construcción de la propia
identidad mediante la violencia, como una fuerza expresiva que pretende
romper con unas determinadas relaciones de poder.
Aquí es donde termina la foto, ya que dichas relaciones a través de sus propias violencias escriben la identidad de estos jóvenes desde muy temprano, de un modo habitual. Nos encontramos no sólo ante una violencia cotidiana vivida en un mal sistema educativo que te recuerda todo lo que no podrás llegar a ser. Por otra parte, estos muchachos son los que tienen que recurrir a sistemas de salud que propagan una sensación de maltrato y abuso. Que ven en la vida de sus padres todas las rutinas de vidas grises. Mirar la vida como un cementerio de tus propios sueños ya es una violencia original creada por un sistema que no cuenta con las personas salvo como recursos humanos. Eso es lo que no sale en la foto, pero es su contexto esencial.
Aquí es donde termina la foto, ya que dichas relaciones a través de sus propias violencias escriben la identidad de estos jóvenes desde muy temprano, de un modo habitual. Nos encontramos no sólo ante una violencia cotidiana vivida en un mal sistema educativo que te recuerda todo lo que no podrás llegar a ser. Por otra parte, estos muchachos son los que tienen que recurrir a sistemas de salud que propagan una sensación de maltrato y abuso. Que ven en la vida de sus padres todas las rutinas de vidas grises. Mirar la vida como un cementerio de tus propios sueños ya es una violencia original creada por un sistema que no cuenta con las personas salvo como recursos humanos. Eso es lo que no sale en la foto, pero es su contexto esencial.
En
consecuencia, una parte importante de nuestra identidad es escrita a
partir de la violencia en la que estamos situados y frente a ella se
puede reaccionar en un arco que va desde un modo pasivo absorbiéndola,
ya sea como una víctima consciente o incluso ignorante (para eso está la
telebasura) o bien rebelándose ante ella. La rebelión puede tomar
formas diversas pero esto tiene mucho que ver con los recursos
culturales disponibles y su falta es justamente uno de los elementos
críticos. Es en ello que la buena política, una que hay que
necesariamente inventar, tiene mucho que aportar, ya que de lo que aquí
se trata es de llegar a comprender cómo hemos llegado a ser quienes
somos. Cómo esta violencia nos constituye, como esta ira forma parte de
nuestra realidad, pero no forma parte sustancial de nosotros. Que en
realidad podemos deshacernos de las marcas de la violencia transformando
su negatividad en una nueva creatividad. Hace muchos años escuché una
historia que siempre he recordado por su profundidad y universalidad: un
profesor me contó que conversando con un viejo sindicalista que había
logrado mantenerse en paz y cuerdo en medio de la Guerra Civil Española y
de la dictadura franquista que marcó gran parte de su vida, le indicó
como su secreto lo siguiente: “el odio hacía quienes te oprimen es la
marca más profunda que estos te dejan. Liberarse incluso del odio es la
liberación final.”
Aquí
cabe una reflexión respecto de la foto de Ruiz, ya que mucha gente ha
reaccionado ante ella con emociones mezcladas, ya que les rememora su
propia adolescencia en tiempos de dictadura. La imagen es vista con
cierto romanticismo heroico e incluso con admiración. Me parece que hay
que tener cuidado con esto, ya que vivimos en una sociedad que de
múltiples modos hace de la violencia un valor e incluso le da una forma
estética. Para aquellos que formamos parte del movimiento de la
Federación de Estudiantes Secundarios de Santiago, FESES, en la
dictadura sabemos que la violencia deja marcas indelebles y que hay
mucho sacrificio invisible en la movilización social. Por ende
debiéramos alejarnos de cualquier forma de admiración de la violencia.
Son
muchas las formas para transformar la violencia en una energía creativa
que rompa con la dinámica autosustentada de la agresión. Todas esas
formas, que no son excluyentes entre sí, confluyen en una sola gran
cuestión: crear nuevos modos de sociabilidad más sanos para todos. Una
de las cuestiones que hay que evitar entonces es construir identidad por
medio de la violencia, ya que una cosa es reconocerse como un sujeto
violentado y otra muy diferente es tomar esto como la base existencial
de quienes somos. Lo bueno de la política es que nos ayuda a reconocer
que aquello que parece un mandato divino, un designio del destino o el
lado oscuro del azar al cual debemos obediencia, aceptación resignada o
miedo es -en última instancia- un problema a resolver. Un problema que a
veces nos desborda y que por ende requiere una fuerte acción y voluntad
común, pero que siempre será una situación abordable a través de la
razón y la ecuanimidad.
Volviendo
a la foto de Mario Ruiz es bueno pensar que el futuro de estos
muchachos no está cerrado por las dinámicas de agresión, que incluso
están respaldadas institucionalmente. Que la ternura contenida en la
imagen puede superar a la agresión latente. Ciertamente podemos escuchar
una multitud de argumentos en contra de esto, razones que enfatizarán
un pesimismo profundo –mitad inacción, mitad nihilismo-, pero lo que se
olvida es que no podemos permitirnos ser pesimistas, porque es mucho lo
que está en juego. No es aceptable que la agresión sistémica sea la
formadora de varias generaciones de chilenos.
Como suele decirse, frente al pesimismo de la razón hay que oponer por necesidad el optimismo de la voluntad.
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