El poder fascina, transforma, cambia las prioridades y también los vínculos. El poder atrae y pareciera que nadie puede sustraerse a su influencia, ya que ante todo el poder es una relación de asimetrías variables y que establece codependencias. En la actual campaña electoral puede verse con claridad este juego de fuerzas en que nadie tiene garantizado el triunfo. Más aun, esta campaña se ha vuelto interesante gracias a los imprevistos, los pasos en falso, los actos fallidos que revelan la realidad de los candidatos y la falta de propuestas más allá de las sonrisas fotoshopeadas. Y en eso hay bastante abundancia. Uno de los más peculiares fue el pequeño, pero revelador episodio del debate en Canal 13 en que Piñera recordó sus amistades y aprecios por los parientes de ME-O, y éste, en una especie de mutua complacencia y compañerismo, recordó también a los de Piñera y durante largos segundos hubo saludos, mensajes y guiños a las familias, a las esposas y a cualquiera que formara parte de los extraños lazos que unen a la élite chilena. El comentario lacónico de Frei; “pura farándula” tiene algo de verdad, pero no toca el fondo de la cuestión la cual es que la política chilena parece una asunto familiar (cuestión que evidentemente lo incluye), patrimonio de un “nosotros” cerrado con candado y que excluye a todo el resto.
Allí la política tiene un doble fondo; para los telespectadores es como una pelea de luchadores en que los golpes y las caídas están arregladas, con un árbitro que sabe el final y que roba algo de protagonismo cuando los luchadores se trenzan como borrachos ante un público que parece enfervorizado, pero que realmente también forma parte del simulacro. Pero la política de verdad se hace en los asados de fin de semana, en los cócteles a fuerza de tragar canapés, en los pequeños encuentros en los reservados de los restaurantes, en los seminarios de fin de semana en alguna playa y sobre todo en la trastienda que los telespectadores no ven.
Allí se tejen estas relaciones oscuras de poder en que finalmente poco importan las ideas y los proyectos mientras el candidato –a pesar de lo que diga- sea uno de los “nuestros”. Más de alguien ha visto en el episodio de Gabriel Valdés una extensión de este fuerte lazo en que “los otros” están en un muy lejano más allá. Por esto resulta revelador que ésta sea una campaña, que siendo entretenida por lo imprevistos, carece de proyectos que realmente separen a los contendientes. El exceso de marketing que vuelve todo una trivialidad oscurece la discusión seria y profunda de ciudadanos informados y responsables. Los carteles llenos de sonrisas, sin identificación de los partidos, con eslóganes tan inverosímiles para una campaña electoral como “refréscate” en el caso de una candidata de Ñuñoa, hija del alcalde, son un insulto a la inteligencia y muestran hasta que punto los políticos como grupo ven al resto de los ciudadanos.
Ciertamente cuando hablo de ciudadanos estoy haciendo una declaración de intenciones en el sentido de que espero que la mera ciudadanía formal se convierta en una ciudadanía de hecho, en una realidad palpable. Y reconozco también que esta declaración es un predominio de la esperanza sobre la experiencia. No hay una pasión por la ciudadanía y en eso cada uno tiene responsabilidad. Pero de eso se trata la democracia, de mejorarla a fuerza de poner luz en esa trastienda. Mucho se ha abusado de los apellidos, de los parentescos, de los linajes, de modo que los alcaldes son condes, los parlamentarios barones y los ministros unos duques y quién quiera formar parte de ese tejido tiene que amoldase a él entrando en la corte.
La política chilena se torna así en un juego entre patricios y plebeyos, el pequeño “nosotros” frente al amplio “ellos”, juego que se extiende enfermizamente por toda nuestra sociedad abarcando las artes, las universidades, los puestos de poder en las empresas y el Estado. Y quizás lo peor es que los “plebeyos” que pueden hacer uso de su voz pública lo hacen intentando formar parte del pequeño “nosotros”, tratando de ser aceptados, participando del juego, aunque para los “patricios” siempre habrá una cortina invisible que los separará y protegerá. Toda forma de poder tiene su luz y sus sombras, su fuerza para transformar realidades, y ello incluye la reversibilidad del juego antes descrito. En efecto el poder siempre incluye la posibilidad de volverse reversible, no sólo para cambiar las posiciones, sino también para transmutar la naturaleza de esas posiciones. O dicho de otro modo salirse de esa lógica del “nosotros” y “ellos”, de la separación entre “patricios” y “plebeyos”.
En todas partes se nota una desconfianza ante el ejercicio de toda forma de poder, especialmente cuando toma estas formas enfermizas, pero es bueno recordar que la falta de poder también es una condena. La falta de poder para salir de la pobreza, la falta de poder para lograr la igualdad de derechos, en definitiva la falta de poder para vivir la vida que se sueña y no simplemente la que se le asigna por cuna. En ese sentido el poder tiene una potente dimensión creadora y no simplemente esta faz opresiva y justamente allí radica su valor, el de transformar las vidas. Nuestra desconfianza ante el poder es la demostración de que no lo tenemos, simplemente lo vivimos como una imposición. De allí que la política sea ante todo la actividad de transformar las realidades sociales, pero para ello necesitamos mejores ciudadanos y mejores políticos. Mientras tanto podemos seguir mirando los actos fallidos en los debates y a los besaguaguas en la franja televisiva.
Allí la política tiene un doble fondo; para los telespectadores es como una pelea de luchadores en que los golpes y las caídas están arregladas, con un árbitro que sabe el final y que roba algo de protagonismo cuando los luchadores se trenzan como borrachos ante un público que parece enfervorizado, pero que realmente también forma parte del simulacro. Pero la política de verdad se hace en los asados de fin de semana, en los cócteles a fuerza de tragar canapés, en los pequeños encuentros en los reservados de los restaurantes, en los seminarios de fin de semana en alguna playa y sobre todo en la trastienda que los telespectadores no ven.
Allí se tejen estas relaciones oscuras de poder en que finalmente poco importan las ideas y los proyectos mientras el candidato –a pesar de lo que diga- sea uno de los “nuestros”. Más de alguien ha visto en el episodio de Gabriel Valdés una extensión de este fuerte lazo en que “los otros” están en un muy lejano más allá. Por esto resulta revelador que ésta sea una campaña, que siendo entretenida por lo imprevistos, carece de proyectos que realmente separen a los contendientes. El exceso de marketing que vuelve todo una trivialidad oscurece la discusión seria y profunda de ciudadanos informados y responsables. Los carteles llenos de sonrisas, sin identificación de los partidos, con eslóganes tan inverosímiles para una campaña electoral como “refréscate” en el caso de una candidata de Ñuñoa, hija del alcalde, son un insulto a la inteligencia y muestran hasta que punto los políticos como grupo ven al resto de los ciudadanos.
Ciertamente cuando hablo de ciudadanos estoy haciendo una declaración de intenciones en el sentido de que espero que la mera ciudadanía formal se convierta en una ciudadanía de hecho, en una realidad palpable. Y reconozco también que esta declaración es un predominio de la esperanza sobre la experiencia. No hay una pasión por la ciudadanía y en eso cada uno tiene responsabilidad. Pero de eso se trata la democracia, de mejorarla a fuerza de poner luz en esa trastienda. Mucho se ha abusado de los apellidos, de los parentescos, de los linajes, de modo que los alcaldes son condes, los parlamentarios barones y los ministros unos duques y quién quiera formar parte de ese tejido tiene que amoldase a él entrando en la corte.
La política chilena se torna así en un juego entre patricios y plebeyos, el pequeño “nosotros” frente al amplio “ellos”, juego que se extiende enfermizamente por toda nuestra sociedad abarcando las artes, las universidades, los puestos de poder en las empresas y el Estado. Y quizás lo peor es que los “plebeyos” que pueden hacer uso de su voz pública lo hacen intentando formar parte del pequeño “nosotros”, tratando de ser aceptados, participando del juego, aunque para los “patricios” siempre habrá una cortina invisible que los separará y protegerá. Toda forma de poder tiene su luz y sus sombras, su fuerza para transformar realidades, y ello incluye la reversibilidad del juego antes descrito. En efecto el poder siempre incluye la posibilidad de volverse reversible, no sólo para cambiar las posiciones, sino también para transmutar la naturaleza de esas posiciones. O dicho de otro modo salirse de esa lógica del “nosotros” y “ellos”, de la separación entre “patricios” y “plebeyos”.
En todas partes se nota una desconfianza ante el ejercicio de toda forma de poder, especialmente cuando toma estas formas enfermizas, pero es bueno recordar que la falta de poder también es una condena. La falta de poder para salir de la pobreza, la falta de poder para lograr la igualdad de derechos, en definitiva la falta de poder para vivir la vida que se sueña y no simplemente la que se le asigna por cuna. En ese sentido el poder tiene una potente dimensión creadora y no simplemente esta faz opresiva y justamente allí radica su valor, el de transformar las vidas. Nuestra desconfianza ante el poder es la demostración de que no lo tenemos, simplemente lo vivimos como una imposición. De allí que la política sea ante todo la actividad de transformar las realidades sociales, pero para ello necesitamos mejores ciudadanos y mejores políticos. Mientras tanto podemos seguir mirando los actos fallidos en los debates y a los besaguaguas en la franja televisiva.
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