Hace pocos días se han dado a conocer los resultados de la encuesta realizada por el Instituto de Ciencias Sociales -ICSO- de la Universidad Diego Portales y quisiera comentar un asunto tremendamente relevante que aparece tanto en esta versión de la encuesta como también en la del año pasado y de la cual se habla muy poco. En honor a la transparencia quisiera señalar que trabajo en el ICSO, aunque no he participado en modo alguno de la encuesta por lo que mi mirada es externa y sólo me representa a mí. Como decía el asunto más relevante de esta encuesta es la fuerte tendencia a la valoración del Estado por parte de los chilenos.
Esto se expresa en una contundente preferencia por una ampliación de los servicios públicos en distintos ámbitos como muestra el siguiente cuadro:
Más aun, los chilenos expresan también de manera muy clara su negativa a la ampliación del mercado, cuando se les consulta sobre dos temas tan sensibles como son las coberturas sanitarias y Codelco.
Pareciera que a pesar del catecismo neoliberal que venimos escuchando durante décadas, según el cual la condena al Estado es total, salvo en defensa y labores policiales, los chilenos aun conservan la imagen de que el Estado es útil, necesario, e incluso debe ampliarse a sectores de los cuales fue expulsado durante la dictadura. Ello incluso a pesar de los evidentes fallos actuales del Estado en los ambitos que aun conserva aunque sea de manera indirecta. Los ciudadanos, aunque vean en los medios de comunicación como los liceos y hospitales públicos literalmente se derrumban a vista y paciencia del Estado, son plenamente capaces de distinguir entre el Estado que tenemos y el Estado que deseamos y la distancia que separa a ambos. La encuesta plantea sus preguntas en sentido hipotético y los chilenos responden acorde a una hipótesis ligada al futuro.
Los ciudadanos no ven al Estado como aquel ente totalitario y burocrático que aprisiona las libertades, sino que muy al contrario lo ven como un agente de protección frente a la incertidumbre de la modernización en su versión neoliberal y como una instancia de protección democrática frente al mercado. Es el Estado el que debería proporcionar salud, transporte, educación y otros servicios de calidad cuando el mercado muestra toda su faz de exclusión y expulsa –parafraseando a Zygmunt Bauman- a los consumidores no validados. Ello supone que las imágenes y discursos habituales del Estado y su decadencia -que no sólo provienen de los privados, sino de muchos agentes del Estado que parecen más bien empeñados en desmantelarlo- no han calado tan intensamente como pudiera conjeturarse.
La experiencia cotidiana de los chilenos nos ha enseñado que el mercado también puede ser burocrático, fuente de cercamientos de la libertad personal en la medida que ésta depende del consumo, fuente también de agresiones a la dignidad de los ciudadanos como lo muestra el caso del Transantiago –un proyecto privado, mal rescatado por el Estado- y también un semillero inagotable de promesas incumplidas. Esto no significa que los ciudadanos quieran un Estado protector que guié sus vidas y determine sus pautas de comportamiento moral. El Estado que los ciudadanos quieren es uno que sea una potente base de la igualdad de oportunidades en un sentido intenso, un Estado eficiente que no es sinónimo de miniestado, un Estado democrático, laico, que respete la diversidad y que por ende deja el problema de la felicidad y la realización personal en el ámbito de las opciones personales en donde cada cual responde a su Dios, a su conciencia y en caso de trasgresión a las normas democráticas ante la ley.
Evidentemente este no es el Estado que tenemos, sino el que deseamos. Los ciudadanos lo saben, pero los políticos quieren ignorarlo y por ello este tema tan medular pasa inadvertido. Esta segunda encuesta muestra que la apreciación de los servicios públicos no es simplemente el efecto de la crisis económica, ya que por segundo año consecutivo las cifras muestran este fenómeno con más intensidad en un momento de mejoría de las expectativas.
Pero si estas cifras resultan tan contundentes, primero; ¿por qué esto no se expresa, como sería lógico esperar, en una adecuada política de izquierdas? Y segundo; ¿por qué esta tendencia no se canaliza electoralmente hacia los partidos de izquierda?
Mi respuesta particular y provisoria a lo primero sería que una parte importante de lo que llamamos izquierda simplemente no lo es. Puede usar los símbolos de la antigua izquierda y alguno de sus motivos a modo de enunciado publicitario, pero en un sentido profundo no están en la izquierda, porque el significado mismo del término está en redefinición tanto en su profundidad como en su diversidad. Por otra parte, la izquierda más tradicional –la extraparlamentaria- tiene un serio problema de comunicación con la ciudadanía y de una carencia de renovación interna, lo que no significa irse a la derecha. En un plano más general, sectores importantes de la izquierda chilena tienen un profundo sentimiento de culpa arrastrado, supuestamente, por haber causado el golpe de Estado de 1973. En efecto, una de las victorias de los discursos de derecha en estas décadas es haber internalizado en la izquierda un sentimiento de culpabilidad y vergüenza que la debilita y que cíclicamente es aprovechado para detener cualquier avance democrático.
La izquierda deviene así a una condición melancólica, por lo que pudo ser y no fue. Las imágenes de los años de la Unidad Popular para muchos de estos (especialmente para los ex) miembros de la izquierda les pesan como una locura de la adolescencia, un desvarío utópico achacable a la Guerra Fría –es decir una causa externa- y no como el resultado final de un extenso proceso de búsqueda de democratización de la sociedad chilena, que no encontró marcos institucionales para resolverse. Hace algunos años a causa de otra deuda histórica –la de los Derechos Humanos en tiempos de dictadura- Andrés Allamand desafió a sus adversarios a revisar la historia antes de 1973. Lamentablemente nadie respondió el desafío. Habría sido una ocasión muy valiosa de explorar las condiciones de marginalidad que hicieron que la sociedad chilena transitara hacia la izquierda como una alternativa válida.
Respecto de lo segundo, resulta particularmente llamativo que el electorado no se oriente a la izquierda dada la tendencia mostrada por la encuesta. Podría señalarse que -desde un punto de vista del análisis de las percepciones- este sector contundente no se percibe de izquierdas, sino de centro, por lo que la demanda por más Estado no coincide en su visión con los contenidos tradicionales de estos partidos y movimientos. Más aun, muchos de ellos se perciben como apolíticos, enunciando, en realidad, que no sienten interpretados por el sistema de partidos. Por ende una paradoja interesante tiene que ver cómo esta demanda no llega a ser canalizada desde la izquierda y se diluye perdiendo toda importancia. Esto demuestra de nuevo que la internalización de los discursos de derecha sobre estos potenciales electores bloquea su percepción de la izquierda.
Los resultados de la encuesta muestran que hay un extenso espacio para una política de izquierdas en un sentido de ampliación del sector público, de modernización del Estado que no sea un equivalente de su desmantelamiento, una redemocratización de la sociedad y una domesticación del mercado, que de modo alguno implica el sacrificio de las libertades personales. Justamente porque existe la sociedad organizada –a diferencia de lo que le gustaba decir a Margaret Thatcher- que genera un Estado que promueve la igualdad pueden existir los individuos libres.
Pero para ello se necesita una izquierda diferente de la actual, liberada de sus traumas y culpas. Quizás una de las posibilidades no previstas de las próximas elecciones sea rebarajar el cuadro político que permita el surgimiento de una nueva izquierda plural, pudiendo dar respuesta a esa mayoría de ciudadanos que quieren un nuevo y mejor Estado y una nueva democracia. Una izquierda que se sienta cómoda y digna con su historia y dispuesta, por tanto, a llevar a cabo transformaciones estructurales y no ser un triste simulacro de sí misma. Sólo de ese modo podría conectarse ese deseo de los ciudadanos con un agente político maduro, responsable y creíble.
Los ciudadanos no ven al Estado como aquel ente totalitario y burocrático que aprisiona las libertades, sino que muy al contrario lo ven como un agente de protección frente a la incertidumbre de la modernización en su versión neoliberal y como una instancia de protección democrática frente al mercado. Es el Estado el que debería proporcionar salud, transporte, educación y otros servicios de calidad cuando el mercado muestra toda su faz de exclusión y expulsa –parafraseando a Zygmunt Bauman- a los consumidores no validados. Ello supone que las imágenes y discursos habituales del Estado y su decadencia -que no sólo provienen de los privados, sino de muchos agentes del Estado que parecen más bien empeñados en desmantelarlo- no han calado tan intensamente como pudiera conjeturarse.
La experiencia cotidiana de los chilenos nos ha enseñado que el mercado también puede ser burocrático, fuente de cercamientos de la libertad personal en la medida que ésta depende del consumo, fuente también de agresiones a la dignidad de los ciudadanos como lo muestra el caso del Transantiago –un proyecto privado, mal rescatado por el Estado- y también un semillero inagotable de promesas incumplidas. Esto no significa que los ciudadanos quieran un Estado protector que guié sus vidas y determine sus pautas de comportamiento moral. El Estado que los ciudadanos quieren es uno que sea una potente base de la igualdad de oportunidades en un sentido intenso, un Estado eficiente que no es sinónimo de miniestado, un Estado democrático, laico, que respete la diversidad y que por ende deja el problema de la felicidad y la realización personal en el ámbito de las opciones personales en donde cada cual responde a su Dios, a su conciencia y en caso de trasgresión a las normas democráticas ante la ley.
Evidentemente este no es el Estado que tenemos, sino el que deseamos. Los ciudadanos lo saben, pero los políticos quieren ignorarlo y por ello este tema tan medular pasa inadvertido. Esta segunda encuesta muestra que la apreciación de los servicios públicos no es simplemente el efecto de la crisis económica, ya que por segundo año consecutivo las cifras muestran este fenómeno con más intensidad en un momento de mejoría de las expectativas.
Pero si estas cifras resultan tan contundentes, primero; ¿por qué esto no se expresa, como sería lógico esperar, en una adecuada política de izquierdas? Y segundo; ¿por qué esta tendencia no se canaliza electoralmente hacia los partidos de izquierda?
Mi respuesta particular y provisoria a lo primero sería que una parte importante de lo que llamamos izquierda simplemente no lo es. Puede usar los símbolos de la antigua izquierda y alguno de sus motivos a modo de enunciado publicitario, pero en un sentido profundo no están en la izquierda, porque el significado mismo del término está en redefinición tanto en su profundidad como en su diversidad. Por otra parte, la izquierda más tradicional –la extraparlamentaria- tiene un serio problema de comunicación con la ciudadanía y de una carencia de renovación interna, lo que no significa irse a la derecha. En un plano más general, sectores importantes de la izquierda chilena tienen un profundo sentimiento de culpa arrastrado, supuestamente, por haber causado el golpe de Estado de 1973. En efecto, una de las victorias de los discursos de derecha en estas décadas es haber internalizado en la izquierda un sentimiento de culpabilidad y vergüenza que la debilita y que cíclicamente es aprovechado para detener cualquier avance democrático.
La izquierda deviene así a una condición melancólica, por lo que pudo ser y no fue. Las imágenes de los años de la Unidad Popular para muchos de estos (especialmente para los ex) miembros de la izquierda les pesan como una locura de la adolescencia, un desvarío utópico achacable a la Guerra Fría –es decir una causa externa- y no como el resultado final de un extenso proceso de búsqueda de democratización de la sociedad chilena, que no encontró marcos institucionales para resolverse. Hace algunos años a causa de otra deuda histórica –la de los Derechos Humanos en tiempos de dictadura- Andrés Allamand desafió a sus adversarios a revisar la historia antes de 1973. Lamentablemente nadie respondió el desafío. Habría sido una ocasión muy valiosa de explorar las condiciones de marginalidad que hicieron que la sociedad chilena transitara hacia la izquierda como una alternativa válida.
Respecto de lo segundo, resulta particularmente llamativo que el electorado no se oriente a la izquierda dada la tendencia mostrada por la encuesta. Podría señalarse que -desde un punto de vista del análisis de las percepciones- este sector contundente no se percibe de izquierdas, sino de centro, por lo que la demanda por más Estado no coincide en su visión con los contenidos tradicionales de estos partidos y movimientos. Más aun, muchos de ellos se perciben como apolíticos, enunciando, en realidad, que no sienten interpretados por el sistema de partidos. Por ende una paradoja interesante tiene que ver cómo esta demanda no llega a ser canalizada desde la izquierda y se diluye perdiendo toda importancia. Esto demuestra de nuevo que la internalización de los discursos de derecha sobre estos potenciales electores bloquea su percepción de la izquierda.
Los resultados de la encuesta muestran que hay un extenso espacio para una política de izquierdas en un sentido de ampliación del sector público, de modernización del Estado que no sea un equivalente de su desmantelamiento, una redemocratización de la sociedad y una domesticación del mercado, que de modo alguno implica el sacrificio de las libertades personales. Justamente porque existe la sociedad organizada –a diferencia de lo que le gustaba decir a Margaret Thatcher- que genera un Estado que promueve la igualdad pueden existir los individuos libres.
Pero para ello se necesita una izquierda diferente de la actual, liberada de sus traumas y culpas. Quizás una de las posibilidades no previstas de las próximas elecciones sea rebarajar el cuadro político que permita el surgimiento de una nueva izquierda plural, pudiendo dar respuesta a esa mayoría de ciudadanos que quieren un nuevo y mejor Estado y una nueva democracia. Una izquierda que se sienta cómoda y digna con su historia y dispuesta, por tanto, a llevar a cabo transformaciones estructurales y no ser un triste simulacro de sí misma. Sólo de ese modo podría conectarse ese deseo de los ciudadanos con un agente político maduro, responsable y creíble.
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